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Para qué sirve la tristeza

Tristeza, melancolía, pena, desánimo, congoja, abatimiento y otros muchos calificativos para un estado de ánimo que todos hemos sentido y que generalmente no nos agrada. A fin de cuentas, ¿acaso no sería mejor estar siempre felices? ¿No será la tristeza una disfunción, un error del sistema que debe ser combatido?

La melancolía no goza de buena prensa, tanto bajo la presión del mundo farmacológico, que pretende adormecer cualquier síntoma molesto que nos impida ser productivos, como bajo la visión naif del estilo «nueva era», que nos exige que seamos siempre positivos, reprimiendo cualquier sentimiento negativo.

No cabe duda, la tentación de suprimir la tristeza está muy presente en nuestra cultura. Ya que a fin de cuentas ¿para qué sirve la melancolía?

La tristeza es un estado de ánimo transitorio que se caracteriza por una falta de energía y de ilusión que nos impide tomar decisiones o simplemente disfrutar de lo que sucede a nuestro alrededor. La tristeza no es más que uno de los colores de nuestra paleta emocional, un color tan necesario como cualquier otro para poder llevar una vida completa.

Antes que nada, conviene distinguir entre un episodio de tristeza, de breve duración, de una depresión profunda, en la que surgen sentimientos altamente negativos, y en la que la conciencia se ve invadida por oscuras fantasías de dolor o por intentos de autolesión. Una depresión profunda requiere ayuda especializada y no debe ser tomada a la ligera.

La tristeza transitoria, que es el tema que quiero tratar aquí, existe en nosotros porque cumple varias funciones, entre las que podemos citar las siguientes.

La primera y más evidente es que el estado de desánimo puede ser una señal de aviso de que algo no funciona correctamente en nuestro interior, o puede señalar que algo que estamos haciendo no nos hace sentir bien. La tristeza puede, en estos casos, estar enmascarando otro estado de ánimo, que es la ira. Y dado que algunas personas prefieren agredirse antes que agredir, eligen estar tristes cuando deberían enfadarse con los demás o consigo mismos. (Esto también ocurre a la inversa, algunas personas reaccionan con el enfado cuando tienen motivos sobrados para la tristeza.)

Otra función de los estados de abatimiento es la de reorganizar nuestro paisaje interno después de alguna pérdida. Aquí la tristeza es adaptativa, ya que nos ayuda a pasar por el dolor de haber perdido a un ser querido, de haber sufrido una desilusión o simplemente, de que un proyecto no haya salido como esperábamos. Si el resultado de cualquiera de estos hechos es intentar actuar como si no hubiera pasado nada, algo en nuestra conciencia se revolverá, y exigirá pasar el duelo en forma de una depresión posterior o de alguna dolencia física. El abatimiento después de una pérdida es por tanto algo saludable, que previene los riesgos emocionales y físicos de llevar una vida sin conciencia.

La tristeza, vivida con conciencia, nos ayuda también a serenar el ritmo y nos obliga a detenernos a reflexionar sobre lo que de verdad es importante en la vida. El gran humanista renacentista Marsilio Ficino recomendaba a sus discípulos hacer una parada vital en los períodos de melancolía. Ficino, como todos los clásicos, relacionaba la melancolía con el planeta Saturno, señor de los mundos exteriores y patrono del tiempo inexorable.

He aquí dos claves esenciales de la tristeza. Por una parte, podemos sentirla como algo externo que penetra dolorosamente en nuestro corazón, o como algo interno que se nos escapa. Por otra, los estados de tristeza nos indican la importancia del tiempo, de permitir que las cosas maduren en su momento correcto. Así es como aprendemos que aquello hoy es doloroso, mañana se disuelve sin dejar huellas. De ahí que Ficino recomendara tiempo, reposo, aislamiento de los entretenimientos vacíos y concentración en el mundo interior, como remedios para la tristeza.

Además, no hay que olvidar que los episodios de tristeza se relacionan con una estación del año muy concreta, el otoño. Y el otoño, como ya sabemos, no es sino la antesala del invierno que representa algo que es tabú en nuestra cultura, la muerte. Así, el tiempo otoñal se asemeja, en el desarrollo humano, a la edad madura que precede a la ancianidad. Dado que vivimos en un mundo rabiosamente extrovertido, que anhela la juventud eterna, no es de extrañar que tengamos malas relaciones con la melancolía. Sin embargo, ella nos prepara poco a poco para ese tiempo vital en que tendremos que caminar más despacio y ocuparnos en el sentir más que en el hacer.

La tristeza, como acontecimiento puntual, es un aliado, quizá no deseado por muchos, pero necesario para entender que no todo es extroversión, juventud y carencia de límites. La melancolía nos avisa, tiene la virtud de reorganizar nuestro interior y sanar heridas que de otro modo se volverían insoportablemente dolorosas. Además, es un buen recordatorio de que de vez en cuando, es conveniente pararnos, buscar la soledad, reflexionar y dejar que el tiempo haga su trabajo. En definitiva, que no todo en la vida es correr, empujar y hacer nuestra voluntad, sino que muchos resultados se obtienen dejando hacer y aprendiendo que la pérdida, a veces, es algo necesario.

A través de la melancolía, el «alma del mundo» hace oír su voz.